11 noviembre 2006

?QUÉ HACER PARA CAMBIAR LA EDUCACIÓN QUE TENEMOS?

Daniel Quineche

La insatisfacción que sentimos por la educación que se ofrece en nuestro país nos lleva a preguntarnos ?cuáles son los cambios que habría que hacer? Indudablemente la respuesta no sería como la que lanzan los políticos a su turno en el gobierno: “hay que priorizar la ense?anza de la comprensión lectora”, “vamos a disminuir la tasa de analfabetos por lo menos en 4 puntos”, “hay que exigir el cumplimiento de las 1000 horas e incrementar una hora en la jornada diaria”, “vamos a evaluar a los docentes”, etc., etc. La lógica de estas respuestas es: “Tienes fiebre, entonces, hay que bajar la fiebre”.

No cabe duda de la necesidad de profundizar el análisis de los problemas de la educación hasta tomar conciencia plena de dónde están los entrampamientos clave que hay que liberar.

En esa línea de pensamiento, más de las veces sólo nos hemos quedado en la repetición a modo de lema de: “No es posible democratizar la ense?anza de un país sin democratizar su economía...” (Mariátegui, 1928, p. 119).

El siguiente artículo de Peter Senge, es una muestra de como seguir caminando en esa dirección.

EL SISTEMA EDUCATIVO EN LA ERA INDUSTRIAL
[1]

Peter Senge

Todos somos producto de nuestra era y, a la vez, actuamos para reformarla. Como dice un viejo chiste, es difícil saber de qué hablan los peces, pero seguramente no será del agua. Para los que vivimos en sociedades “avanzadas” es difícil sobreestimar cuánto afecta la era industrial nuestra manera de ver el mundo [1]. Esta “agua” –los supuestos implícitos en nuestra cultura y las manera habituales en que actuamos- revive y nos persigue cuando tratamos de actualizar la institución de la era industrial que llamamos escuela.

Pero, ?cómo vamos a “ver” supuestos que se dan por sabidos? Algunos artefactos nos pueden ayudar, como el maletín escolar.

Párese el lector a la puerta de una escuela y observe a los ni?os y los adolescentes que van entrando, doblegados bajo los maletines que llevan a la escuela con un peso entre diez y veinte kilos. Sopese uno de esos maletines para que vea cuán pesado se siente. Ofrece una medida material de la carga de trabajo. En las escuelas secundarias, a las cuales entran los alumnos entre los diez y los doce a?os de edad, cada maestro se limita a un grupo de materias. No trabajan juntos en forma de coordinar sus esfuerzos, de manera que muchas veces ni siquiera saben la carga total de trabajo que se asigna a todos los estudiantes. ?Serían partidarios de que un chico que pesa 30 kilos cargue diez kilos de libros? Probablemente no, pero no se puede saber porque no tienen manera de enterarse de cuánto estrés está acumulando sobre los alumnos el sistema como un todo.

Tampoco los padres reconocen plenamente la carga que se impone a sus hijos, pues ellos también sufren su propio estrés en el trabajo por la presión de las sociedades contemporáneas. A algunos les he oído decir que aprueban la carga que se impone a los ni?os pues “eso los prepara para hacer frente al estrés del mundo real”. Metafóricamente, los padres también llevan los mismos pesados maletines.

Los ni?os más capaces muchas veces parecen tener conciencia de las consecuencias de esta falta de equilibrio. Howard Gardner, que está haciendo con sus colegas un estudio de ni?os talentosos, dice: “Nos sorprendió mucho encontrar que a la edad de diez o doce a?os muchos ni?os hablaran de la importancia del equilibrio en la vida. Esto incluía chicos que eran patinadores, actores, músicos y personas dedicadas en serio al servicio comunitario. Les gustaba su trabajo y su actividad pero observaban a sus padres y decían: “Ese no el tipo de vida para mí”.

Mientras tanto, las presiones van en aumento y los maletines se hacen más pesados. Empujados por la demanda pública que quiere mayor rendimiento en pruebas estandarizadas, escuelas y maestros se ven obligados a aumentar constantemente la carga de trabajo y a la vez destinan más y más tiempo de la clase a preparar a los estudiantes para pruebas de cuyos resultados dependen sus presupuestos y hasta sus posiciones. “Hay muchas maneras de medir el éxito de una escuela –escribe el redactor educativo del New York Times Michael Winetrip- pero en este momento histórico la que aparece en todos los periódicos, la que se usa para medir todas las escuelas y todos los distritos escolares y la que está en boca de todos los políticos es el rendimiento en pruebas estandarizadas. Y mientras prevalezca esta actitud, esos maletines estarán llenos todas las noches, desde el primer grado en adelante y caso desde antes”.

En general el estudiante permanece silencioso viendo subir los niveles de estrés… hasta que el problema estalla. Entonces se culpa a las escuelas por no mantener el orden; y éstas responden casi siempre creando más presiones aún. Parece que no tuvieran ni idea de qué se podría hacer para atacar una disyuntiva: o conformarse o desconectarse. Muchos se desconectan. El sistema los relega a clases especiales para incapaces, donde ya no se les exige tanto. Los más tratan de acomodarse, como un chico que vi hace poco: se había conseguido un maletín de ruedas, como esos que llevan los viajeros en el avión. Yo me preguntaba cuántos kilos más resistiría.

Lo que heredaron las escuelas de la era industrial

?Cómo llegamos a esta situación? Se necesita un poquito de historia para completar el cuadro.

La era industrial tuvo muchas de sus raíces en la fascinación de Kepler, Descartes, Newton y otros científicos del siglo XVII con el reloj como modelo del universo. “Mi propósito –escribía Johannes Kepler es 1605- es mostrar que la máquina celestial es comparable no a un organismo divino sino al mecanismo de un reloj”. Según el historiador Daniel Boorstin, “Descartes hizo del reloj su máquina prototipo”. Isaac Newton, dice Arthur Koetler, asigna a Dios una doble función: “Como creador del mecanismo del reloj universal y como su supervisor para mantenimiento y reparaciones”.

Para esos sabios era natural concebir el mundo como compuesto de componentes diversos, que se acoplan unos con otros como las piezas de una máquina. El comportamiento de los átomos, concebidos como diminutas bolas de billar, se podía predecir, lo mismo que el de objetos más complejos ensamblados con ellos. Surgió una visión del mundo que fue el fundamento de 350 a?os de progreso científico. Una vez que se analizan las partes, el mundo se puede predecir y controlar, como se controla una máquina. Como dice Russell Ackoff, “se creía que el mundo era una máquina creada por Dios para hacer su trabajo. El hombre, como parte de esa máquina, se esperaba que sirviera a los propósitos de Dios… Se seguía de ahí lógicamente que el hombre debía hacer máquinas para hacer su trabajo”. Tan poderosa resultó la metáfora de la máquina, que escritores como Ackoff dieron a la era industrial el nombre de la “era maquinista”.

Ese modo de pensar sirvió de fundamento a las organizaciones y la administración cuando Federico el Grande [2], rey de Prusia en el siglo XVIII, alcanzó grandes triunfos militares instituyendo la estandarización, uniformidad y ejercicios de entrenamiento. Hasta entonces, como lo anota el escritor de administración Gareth Morgan, los ejércitos habían sido una chusma indisciplinada de “criminales, miserables, mercenarios extranjeros y gente forzada”. Desde entonces pasaron a ser grandes máquinas invisibles con piezas intercambiables (soldados intensivamente entrenados que se podían reemplazar unos a otros fácilmente), equipo estandarizado y reglamento estricto. Federico ideó muchas de sus técnicas estudiando máquinas. “Le fascinaban los juguetes automáticos –escribe Morgan- tales como mu?ecos mecánicos y en su anhelo de conformar el ejército como un instrumento confiable y eficiente introdujo muchas reformas que en realidad redujeron al soldado a la condición de autómata”.

Inspirados por el progreso de la ciencia newtoniana, los industriales del siglo XIX tomaron directamente como modelo para sus organizaciones el ejército de Federico el Grande, incluyendo estructuras mecanicistas como “cadena de mando”, organizaciones “de línea y de estado mayor” y el método de aprendizaje de “entrenamiento y desarrollo”. Más adelante las organizaciones como máquina encontraron su típica personificación en la línea de montaje. Ésta producía un número increíble de objetos iguales y más rápidamente que nunca. A medida que el progreso científico se manifestaba en nuevas y poderosas tecnologías, éstas se fueron incorporando en la línea de montaje, haciendo posibles aumentos antes no so?ados de la productividad del trabajo. Entre 1770 y 1812, según el historiador de los negocios Alfred Chandler [3], “cuatro quintas partes de las personas que trabajaban en producción de bienes trabajaban en fábricas mecanizadas”. La línea de montaje transformó igualmente las condiciones del trabajo: trabajadores intercambiables, preparados, desempe?aban tareas de repetición dise?adas con precisión y a un ritmo fijado por jefes externos.

Es natural que los educadores del siglo XIX tomaran sus nuevos dise?os de los constructores de fábricas a quienes admiraban. El resultado fue el sistema escolar de la era industrial hecho a imagen de la línea de montaje. En efecto, la escuela es quizá el más claro ejemplo en la sociedad moderna de toda una institución modelada según la línea de montaje. Como ésta, el sistema se organizó en etapas separadas, llamados grados, en los que los ni?os se separaban por edades. Se suponía que todos debían pasar juntos de una etapa a la siguiente. Cada etapa tenía su supervisor local, el maestro encargado. Clases de 20 a 40 estudiantes se reunían por tiempo determinado, los días previstos, a prepararse paras las pruebas. Toda la escuela se dise?ó para funcionar a una velocidad uniforme, con sus campanas y rígido programa de actividades diarias. Cada maestro sabía la cantidad de materia que le correspondía cubrir para mantener la línea en movimiento, aun cuando él (o ella) no tuviera influencia en fijar la velocidad, la cual era determinada por una junta escolar y un currículo estandarizado.

Pocos aprecian hoy cuán hondamente arraigados están los conceptos de línea de montaje en la escuela moderna; pero los escritores del siglo XIX hablaban con admiración de la analogía entre las escuelas y las máquinas y fábricas. El historiador David Tyack dice: “Un teólogo del siglo XVIII podía pensar sin ofensa en Dios como un relojero, y de igual modo los ingenieros industriales que buscaban nuevas formas organizacionales usaban las palabras máquina y fábrica sin darles el sentido peyorativo que hoy evocan”. Por ejemplo, conceptos maquinistas como estandarización influyeron en la creación de sistemas escolares unificados. En 1844 Samuel Gridley Howe, nombrado miembro de la Junta de Educación de Massachussets, implementó una prueba estandarizada y utilizó los resultados, que fueron desconsoladores, para despertar la indignación pública contra las escuelas descentralizadas de Boston. Esto llevó a que se consolidaran en un solo sistema para toda la ciudad, método que influyó después en todos los Estados Unidos y en el resto del mundo. El resultado de esta mentalidad de la era maquinista fue un modelo de escuela separada de la vida diaria, gobernada en forma autoritaria, destinada a dar un producto estándar, el insumo de trabajadores que se necesitaban para las fábricas y oficinas de la era industrial y tan dependiente de mantener el control como los ejércitos de Federico el Grande.

Este modelo industrial de la escuela cambió no sólo cómo aprendía el alumno sino qué se le ense?aba. En la época colonial estadounidense, por ejemplo, en escuelitas de una sola aula se les ense?aba a los ni?os tal vez con el famosos Almanaque de Benjamín Franklin. Otros países tenían sus propias cartillas, escritas y orales. Aprendían sobre el tiempo y el clima, pero no para alterarlos ni controlar las estaciones. Aprendían sobre el mundo para entenderlo y amoldarse a él, no para dominarlo o controlarlo.

El sistema escolar de línea de montaje aumentó enormemente la producción educativa pero al mismo tiempo creó muchos de los más difíciles problemas con que debaten hoy maestros, alumnos y padres de familia. Definió los ni?os talentosos y los tontos. Los que no aprendían a la velocidad de la línea de montaje se quedaban atrás o se les obligaba a luchar continuamente por mantenerse al paso; se les llamó lentos o, en la jerga de moda de hoy, retrasados mentales. Se implantó como norma la uniformidad de producto y proceso, dando así ingenuamente por sentado que todos los ni?os aprenden de la misma manera. El sistema convirtió a los educadores en controladores e inspectores, con lo cual cambió la tradicional relación mentor-discípulo y trajo el aprendizaje centrado en el maestro, en vez del alumno. La motivación pasó a ser responsabilidad del maestro, no del aprendiz. La disciplina se convirtió en observación de reglas fijadas por el maestro, en lugar de autodisciplina. La evaluación se centró en ganar la aprobación del maestro en vez de evaluar uno sus propias capacidades de forma objetiva. Finalmente, el modelo de línea de montaje tácitamente identificó al estudiante como el producto más que como creador del aprendizaje, objeto pasivo al que da forma un proceso educativo en el cual él no tiene influencia.

Ver la escuela como una línea de montaje para producir graduados permite entender por qué los maletines escolares son cada vez más pesados. El sistema está estresado. Sus productos ya no los juzga adecuados la sociedad. Su productividad se cuestiona, y está respondiendo de la única forma que el sistema sabe responder: haciendo lo mismo que ha venido haciendo, sólo que con más empe?o. La carga de trabajo aumenta. Las pruebas estandarizadas se intensifican. Entre neurólogos suele oírse decir: “Bajo tensión el cerebro engrana en primera”. Los sistemas humanos más grandes no son distintos. Los educadores, sea que lo aprueben o no, está respondiendo a la ansiedad y el estrés que experimentan aumentando la velocidad de la línea de montaje. Si bien esto puede producir unos cuantos graduados más, todos (estudiantes, maestros y padres) debemos preguntarnos si produce más aprendizaje.

Un sistema atrapado

Como otras instituciones de la era industrial, las entidades educativas se han visto atrapadas entre corrientes encontradas de cambio. Los negocios también se ven presionados para que rindan más a fin de complacer a interesados de fuera; también ellos crean estrés extraordinario en sus miembros por tratar de sacar más productos al mismo tiempo que reducen personal.

Sin embargo, habiendo pasado bastante tiempo con educadores y con personas de negocios, mi opinión es que los educadores se sienten más atrapados e imposibilitados para innovar. Hace unos a?os hice a un grupo de educadores una pregunta que con frecuencia les hago a grupos de negocios: “?Creen ustedes que un cambio significativo sólo ocurre en momentos de crisis?”. Entre las personas de negocios las tres cuartas partes responden afirmativamente, pero otros cuentan historias de grandes cambios que ocurrieron sin crisis, debido a la pasión y la imaginación de líderes que no temieron correr riesgos por su ideal. El grupo de educadores respondió de distinta manera. Muy pocos levantaron la mando cuando hice la pregunta. Extra?ado, insistí: “?Esto significa que ustedes creen que un cambio significativo sólo ocurre sin crisis?”. Nadie levantó la mano. Entonces sí que me sentí de veras perplejo. Pregunté: “Si el cambio no ocurre como respuesta a una crisis ni tampoco cuando no hay crisis, ?qué otras posibilidades hay?”. Una voz tenue salió de auditorio: “Tal vez no creemos que un cambio significativo pueda ocurrir en ninguna circunstancia”. Los que no han trabajado dentro de instituciones de educación no pueden apreciar cuán impotentes se sientes los educadores.

Muchos hombres de negocios creen que la razón de que no haya innovación en las entidades educativas es la falta de competencia. Sintiéndose ellos mismo presionados para innovar o morir, ven que en la educación falta un sentido de urgencia. Yo creo que hay algo de verdad en este punto de vista, pero también creo que es demasiado simplista. Implica que todo lo que se necesita es más competencia en la educación, y yo no veo que más opciones en este campo, donde las hay, hayan producido innovación fundamental. Por ejemplo, no veo que las escuelas privadas, las principales competidoras con las públicas entre las familias acomodadas en los Estados Unidos, se aparten mucho de los conceptos educativos de la era industrial. Por el contrario, muchas parecen más estresantes y conformistas que las públicas.

Siempre ha habido un peque?o número de escuelas públicas muy innovadoras, inspiradas a menudo en nuevas ideas sobre el desarrollo de la ni?ez o nuevas teorías del aprendizaje, o en audaces visiones de cómo podría la escuela servir de veras a los ni?os. Son pocas, empero, las que sostienen ese impulso más allá de la tenencia del innovador. Una vez que se retira un director o un superintendente o unos cuantos maestros clave, todo vuelve a la norma.

La razón, creo yo, es que las escuelas tienen características distintivas que hacen la innovación sostenida más difícil que en los negocios. Mientras éstas no se reconozcan, estrategias como aumentar la competencia llevarán a la larga a resultados descorazonadores.

La primera característica distintiva es que la educación primaria y secundaria es una institución más puramente de la era industrial que los negocios. Si bien los negocios adoptaron ideas de la era maquinista como la línea de montaje, no nacieron con esas ideas. Los negocios habían sido instituciones sociales importantes durante miles de a?os. La sociedad anónima como persona jurídica data en alguna forma de la edad media, y aun antes, desde el Imperio Romano. La misma palabra “compa?ía” viene por lo menos de mil a?os atrás, del latín que trae la idea de “compartir el pan” (cum y panis). La escuela moderna, por el contrario, empezó con la escuela de un solo cuarto de los siglos XVII y XVIII que servía a las comunidades campesinas y floreció en el sistema escolar urbano que hoy tenemos. En consecuencia, la mayoría de los supuestos y prácticas de la escuela son inseparables de la visión del mundo de la maquinista.

En segundo lugar, el sistema escolar a medida que evolucionaba se “incrustó” más que los negocios en grandes sistemas sociales. Las escuelas pertenecen a distritos escolares que a su vez dependen de departamentos estatales de educación que fijan la política y las normas. Por tanto, las escuelas son golpeadas por los cambios de los vientos políticos, como lo vemos hoy en el caso de la presión para que aumenten las pruebas estandarizadas. Además, la escuela es parte de una comunidad en una forma en que los negocios no lo son. En particular, los negocios no tienen padres de familia como parte de su sistema de gobierno. Tienen inversionistas que por lo general los dejan que manejen sus asuntos como les parezca, siempre que arrojen resultados financieros adecuados. Tienen también clientes, pero éstos no intervienen en la manera como se producen los artículos o servicios. Los padres no sólo tienen metas de lo que sus hijos deben aprender sino también ideas muy claras de cómo deber la ense?anza.

Ahí está probablemente la característica más problemática del sistema educativo, desde le punto de vista de innovación y adaptación. Todos fuimos juntos a la escuela; todos somos producto de la escuela de la era industrial. Entre todas las instituciones, la escuela es la que está más “aguas arriba”. Fue para todos la introducción, y sin duda la más normativa, a lo que el Dr. W. Edgard Deming llamó “el sistema dominante de dirección” –el mundo maquinista es que el maestro controla, el alumno depende de la aprobación del maestro y el aprendizaje se define como sacar “A” en el examen. Nuestras destrezas para sobrevivir en instituciones de la era industrial las adquirimos en los grados primero y segundo. Aprendimos a complacer al maestro, como más tarde trataríamos de complacer al jefe. Aprendimos a evitar respuestas equivocadas y a levantar la mano cuando sabíamos la correcta, hábitos que más adelante formaron la danza organizacional de evitar toda culpa y buscar recompensas por el éxito. Aprendimos a callar cuando nos veíamos perdidos, y por eso en las reuniones formales nadie cuestiona al jefe aunque lo que éste diga no tenga sentido.

Reconocer cuánto vive en nosotros la escuela de la era industrial da mucho en qué pensar. Así como la escuela ha sido la institución generatriz del pensamiento de la era maquinista, puede ser también una palanca para crear sociedades más orientadas al aprendizaje. En efecto, el tiempo oportuno para inculcar pensamiento en sistemas es cuando las primeras intuiciones sobre interdependencia están vivas aún y antes de que la fragmentación de las materias de estudio nos convierta en expertos reduccionistas. De igual modo, para desarrollar destrezas de investigación y reflexión la mejor época es cuando somos jóvenes, no después de treinta a?os de acondicionamiento institucional encaminado a aprender a impresionar a la gente con cuán inteligentes somos. Es una tragedia que la escuela no sea para muchos el lugar donde se ahonda el sentido de quiénes somos y a qué estamos comprometidos. Si lo fuera, muy duradero sería su impacto.

No es probable que tales cambios ocurran mientras no entendamos más a fondo los supuestos básicos en que se sustenta la escuela de la era industrial. Este es el ADN de nuestro actual sistema escolar, y seguirá reteniendo con pu?o de hierro todo esfuerzo de cambio fundamental hasta que se reconozca.

NOTAS DEL LECTOR

[1] Los que vivimos en sociedades “en vías de desarrollo”, también tenemos que preguntarnos cuánto afecta la era industrial en nuestra manera de ver el mundo y hacer educación.
[2] Federico el Grande (Berlín, 1712-1786). Conocido como el "Rey Filósofo", convirtió al tradicional estado ducal de los Hohenzollern en una de las más fuertes potencias europeas. Reorganiza el ejército y le dota de estructuras modernas, formando una tropa de 150.000 hombres que convierte a Prusia en el país militarmente más preparado de su época.
[3] Es interesante destacar que en Latinoamérica se habla en las Universidades y en el mundo de la empresa de Frederick Taylor ("La Administración Científica" – 1917) como el iniciador de un movimiento que sienta las primeras bases de la administración. Nuestro atraso en esta materia es tan grande que no se ha dado cuenta que la Revolución Industrial de los a?os 1850 en los Estados Unidos de Norteamérica vino acompa?ada al mismo tiempo por una Revolución Organizacional que permitió el desarrollo de una nueva institución: la empresa multi-unidad que permitía, como nuevo arreglo organizacional, el crecimiento ilimitado de éste.

[1] SENGE, Meter. 2000. Escuelas que aprenden. Colombia. Edit. Norma. Pág. 39-47.
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